Tuesday, 09 August 2016 00:00

Segunda vuelta

Written by  José Woldenberg
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Creo que no es un capricho ni una ocurrencia. Las nuevas realidades de la política mexicana parecen estar demandando ajustes impensables hace apenas unas décadas. Lo que ha sucedido en México en materia política exige tratar de conjugar el máximo de representación para las diversas fuerzas políticas, así como fórmulas de gobernabilidad aceitadas y para evitar que acabe gobernando alguien que genere más rechazo que apoyos. Veamos.
  1. Hablar de segunda vuelta para la elección presidencial hubiese sido una impertinencia mayúscula en los largos años de partido hegemónico. Un sistema no competitivo, hegemónico, en el que ganadores y perdedores estaban predeterminados, no requería, por supuesto, de un mecanismo extra para alcanzar la mayoría absoluta de los votos. Digamos que de 1929 a 1982 los sucesivos presidentes triunfaron con un margen de votos tal que la fórmula de mayoría relativa era sobrepasada con creces y de manera holgada.
    3. De 1988 a 2012 emergió y se consolidó un sistema básicamente tripartidista (aunque concurrieron otras fuerzas políticas) que para bien y para mal ordenó la contienda electoral y la mecánica de funcionamiento de las instituciones del Estado mexicano. PRI, PAN y PRD (ya sé que el PRD se fundó en 1989, pero el FDN puede ser visto como su antecedente electoral) fueron los polos esenciales del alineamiento de los partidos y los referentes fundamentales en materia electoral. En un escenario así empezó a despuntar la idea de una segunda vuelta para la elección de presidente, pero una contienda de tres (en lo fundamental) por lo menos aseguraba que el ganador contara con el apoyo, como mínimo, de un poco más de un tercio del electorado. Era –digamos– un piso que parecía relativamente razonable.
  2. No obstante, los resultados de las elecciones de 2015 y fenómenos políticos que no es difícil detectar, parecen anunciar una fragmentación política mayor. La escisión del PRD que dio vida a Morena, el descenso de la votación por el PRI y el PAN, el incremento de sufragios por partidos “intermedios” con fuerte arraigo regional (Movimiento Ciudadano en Jalisco o PVEM en Chiapas), más la inyección de candidatos independientes, permiten prever una mayor fragmentación de la votación. Lo observamos con claridad en las elecciones intermedias de 2015 y muy probablemente lo ratifiquemos en los comicios estatales del presente año.
  3. Si, por ejemplo, en 2018 se postulan cuatro candidatos de partidos con arraigo y uno o dos independientes que logren atraer la adhesión de franjas importantes de ciudadanos, podemos tener un presidente triunfador con –digamos– el 25 por ciento de los votos. Por supuesto que sería un presidente legítimo, porque esas son las reglas, pero eventualmente puede ser alguien que concite más rechazo que apoyos. No es un asunto menor: en la primera vuelta se expresa la diversidad de opciones políticas que existe en el país y, dada la segmentación prevaleciente, puede resultar ganador alguien que conecte con una franja reducida de electores. Y el asunto se agrava si tomamos en cuenta que el Poder Ejecutivo se deposita en una persona.
  4. Permítanme un ejemplo: en las elecciones regionales de Francia, a fines de 2015, la señora Le Pen y su partido, el Frente Nacional, ganaron en seis regiones en la primera vuelta (ante la dispersión del voto), con un porcentaje de la votación nacional menor al 28. Pero en la segunda fueron derrotados, porque se trata de una opción que claramente genera más animadversión que adhesiones. Ese es el sentido profundo de la segunda vuelta: que nadie llegue a gobernar engendrando más tirria que afectos. Si en Francia no hubiese existido el mecanismo de la segunda vuelta, hoy la ultraderecha gobernaría seis de 17 regiones.
  5. Se ha argumentado que una segunda vuelta construiría artificialmente una Presidencia muy poderosa. Y que ello podría sobredimensionar, también de manera artificial, las posibilidades del presidente. Lo primero puede ser cierto en términos simbólicos, pero lo segundo ni eso. Porque la propuesta completa es introducir la representación proporcional estricta en el Congreso. Lo cual mantendría intocada la auténtica división de poderes que es uno de los logros más visibles de nuestro proceso de construcción democrática y el dique institucional más poderoso a la sobreactuación presidencial (el temor de emigrar de un régimen presidencial a otro presidencialista, como el que ya vivimos en el pasado). Si se pretendiera modificar la composición del Congreso a través de la construcción de mayorías artificiales (por ejemplo, la cláusula de gobernabilidad), por supuesto que se estarían sentando las bases para reintroducir eventualmente presidencias desbordadas. Pero no es el caso, el presidente estaría obligado a coexistir con un Legislativo en el que se recrea la diversidad de fuerzas políticas del país y que en los escenarios más probables no puede producir mayoría absoluta. (Recordemos, como si hiciera falta, que desde 1997 –siete legislaturas– ningún partido ha alcanzado la mayoría absoluta de diputados, y que desde 2000 lo mismo sucede en el Senado.)
  6. En la misma operación de cambio constitucional y legal se podría establecer que la Cámara de Diputados contara con los mismos 500 legisladores, pero ahora electos 250 en distritos y 250 a través de listas, y que los segundos sirvieran para ajustar de manera exacta el porcentaje de votos y escaños (como sucede en Alemania). La Cámara de Senadores podría seguir integrada por 128 miembros, pero ahora se podría elegir a cuatro por entidad aplicando en cada una de ellas un criterio de representación proporcional estricto. (Esto último porque, en efecto, la lista nacional de 32 senadores, si bien inyecta pluralismo a la llamada Cámara alta, trastoca la idea original de que en el Senado debe existir una representación igualitaria de las entidades.)
  7. Pero incluso si no se hicieran esas reformas (punto 8), las fórmulas actuales de integración de las cámaras del Congreso han probado que difícilmente un solo partido puede obtener la mayoría absoluta de los asientos. En siete elecciones consecutivas de la Cámara de Diputados, como ya apuntaba, ningún partido ha logrado esa mayoría absoluta y en tres elecciones seguidas del Senado ha ocurrido lo mismo. De tal suerte que si eso no se modificara, un presidente electo en segunda vuelta –y por ello con 50 por ciento más uno de los votos– seguiría obligado a convivir con un Legislativo donde se encuentra un pluralismo vivo y equilibrado.
  8. Además, hay que recordar que la Constitución ya contiene una disposición para que el presidente en turno pueda optar por la formación de un gobierno de coalición. Dice el artículo 89, fracción XVII: “Las facultades y obligaciones del presidente son las siguientes… en cualquier momento optar por un gobierno de coalición con uno o varios de los partidos políticos representados en el Congreso de la Unión. El gobierno de coalición se regulará por el convenio y el programa respectivos, los cuales deberán ser aprobados por mayoría de los miembros presentes de la Cámara de Senadores…”. En los escenarios más probables un presidente de mayoría absoluta, construida en segunda vuelta, y coexistiendo con un Congreso de fuerzas equilibradas y sin mayoría absoluta, tendría dos posibilidades:
  9. a) Ejercer el gobierno sin un acompañamiento mayoritario del Congreso y buscando acuerdos puntuales, coyunturales, para cada asunto de la agenda.
  10. b) Intentar edificar un gobierno de coalición como lo establece la Constitución. Se trata de una posibilidad, una opción, no de una obligación, pero que abre un horizonte de colaboración entre el Ejecutivo y el Legislativo. Una colaboración que eventualmente sería producto del acuerdo, una de las artes fundamentales de la política. Porque recordemos, otra vez como si hiciera falta: los arreglos normativos e institucionales no lo pueden todo.
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